29 de junio de 2015

tener Amor en el miedo del otro

¿Qué hacemos con el miedo de no tener a quien queremos con el alma? Más allá de cualquier instinto malintencionado y posesivo, quisiéramos saber cuando un amor es más que sólo efímero. Podríamos creer que eso se siente, pero ¿cómo confiar en la intuición para decirnos algo cuando lo deseamos demasiado para ser objetivos?

¿Cómo sabes cuando eres de alguien? ¿Cómo sabes cuando alguien es tuyo? Alguno de los dos tendría que decirlo, pero... ¿Cómo trascender el pánico de decirle a alguien que te tiene; que no va a perderte? ¿Qué te hace arriesgarte a ser el primero en admitir que le apostarías todo a alguien de cuya reciprocidad no estás seguro?

Ni todos tenemos quince años ni todo en esta vida es un juego de poder. Tarde o temprano nos damos cuenta de eso. En realidad no gana el que quiere menos. Eso sería como ganar un vacío, y ¿quién demonios gastaría tiempo y energía en envolver aire para regalo? Nunca pierde el que se enamora, pero igual es aterrador salir ganando en esa clase de encuentro. Porque siempre va a haber dolor en la plenitud de poder amar aunque no te amen de regreso. Ya lo decía Chavela Vargas: "el que no sabe de amores, llorona, no sabe lo que es martirio". Y sí, el martirio es honorable, pero el instinto siempre va a tratar de alejarnos del dolor. Entonces ¿qué nos hace ignorar el instinto de supervivencia; de cuidar la propia integridad; de callar e intentar ignorar el amor que nos crece como una enredadera por dentro? ¿Cuánto ha de crecer ese parásito invasor para escapársenos de los cerrojos que tenemos en la boca, los ojos, las manos...? Para arriesgarnos a dar un salto de fe, así: sin paracaídas ni salvavidas ni vergüenza ni reserva alguna. ¿Qué es este amor que nos empuja a poner nuestra vida en sus manos y confiar en que van a cuidarla? ¿Cómo confiar en que alguien va a ser tuyo para siempre sólo porque tú no puedes evitar ser suyo? Suyo — nunca como propiedad, sino como otro engrane funcional en la misma máquina. Miembro perpetuo de su equipo. Protector eterno de su alma.

Tenemos miedo de doler. Nos paraliza la idea de reconocernos falibles, fallidos y tendientes a fallar. Nos escudamos en la intrascendencia del encuentro para ahorrarnos el dolor de darle a alguien partes de nosotros sin que las cuide ni las aprecie. La ironía de nuestra existencia está en cómo pretendemos proteger las partes trascendentes de nuestro ser escondiéndolas del mundo. Para evitar dañar nuestra individualidad nos convertimos en un molde triste y carente de complejidad que no tiene nada de nuevo ni de apasionante. Todo nuestro potencial para la vida y el amor se pudre en una vitrina porque tenemos miedo de rasparnos las rodillas aprendiendo a caminar. Creemos que ponernos una máscara de indiferencia, frialdad, desapego y superficialidad nos hace ser más fuertes que los gentiles y los suaves.

Pero se necesita más valor para atrevernos a ser vulnerables que para aparentar dureza ante el mundo. Se necesita más fuerza para abrir el ‘corazón coraza’ y dejar la armadura caer; el impulso de crecimiento actuando como una inyección de adrenalina. La inevitabilidad del contacto humano enseñándonos a creer que podemos ser más.



Como sociedad, tendemos a minimizar la fuerza que hay detrás de la dulzura. Ridiculizamos la ternura y —con una lógica torcida— etiquetamos como inferiores aquellas conductas amorosas más bien asociadas con la feminidad. Pero ¿no es más hombre (en cuanto humano) aquel que puede admitir que encuentra trascendencia en la entrega? ¿No hay algo de inquebrantable en admitir que necesitamos del otro, y que le ofrecemos nuestro apoyo a pesar de que no somos (y nunca vamos a ser) infalibles? ¿No es más débil quien se vuelve personaje pequeño y unidimensional, encerrándose en la descripción del puesto, incapaz de crecer o soñar? ¿No es mejor buscar un balance entre altas y bajas que estacionarnos en una narrativa plana, linear, predecible y francamente cobarde?

Quiero ver cómo el amor humano desintegra nuestros paradigmas tontos con la risa histérica y cruel de un niño que tiene una lupa en la mano y persigue a una hormiga. Quiero estar ahí cuando el dolor y la plenitud encontrados nos enseñen poco a poco a reírnos en la cara de una sociedad postmoderna. Esa pobre cínica, diciendo siempre que nada de lo que hagamos va a ser importante a menos que se le pueda asignar un valor monetario. Esa criatura ciega, utilitarista y (por ahora) sobrevaluada, que contempla apanicada su propia extinción. Quiero vernos quemar las máscaras y encontrar una fuerza real en la vulnerabilidad, la honestidad, la unión, el compromiso…

Quiero estar presente cuando se caiga nuestro mal teatro de muñecos invencibles. Cuando empecemos a vivir como humanos reales: expuestos, multifacéticos, complejos. Cuando dejemos de lado las narrativas individualistas y vacías; cuando empecemos a preocuparnos por el otro, por la colectividad. Por la cultura y la pasión y la trascendencia.

Despierta. No tenemos tiempo de vivir a medias. Quítate la pretensión. Despójate de ella como una piel antigua, demasiado chica para contener tu humanidad y tu fe.

Ven conmigo a bailar en la lluvia mientras aún recordamos cómo sentirla.